I
Cuando contemplo las cosas que
hacían reflexionar a los antiguos, pienso que tampoco es que sean tan distintas
de las que nos hacen reflexionar a nosotros. El ser humano, en su natural
intento de explicar su entorno, ha ido construyendo un edificio conceptual de
preguntas y respuestas con las que, en cada momento, ha calmado su afán
interpretativo. Naturalmente, para buscar esas respuestas se utilizaron los
conceptos de que se disponía, por eso siempre hemos estado en procesos de
revalidación de las interpretaciones previas, en aquellas ocasiones en que han has
estado disponibles nuevas técnicas de estudio.
II
Preguntas del tipo ¿Cómo…? ¿Cuándo…?
¿Por qué…? o ¿Para qué…? han sido los alicientes del progreso científico cuando
se han formulado de manera correcta por quienes estaban capacitados para
hacerlo.
Cuando pienso en las grandes dudas
que acerca de la naturaleza tenían los sabios de la antigüedad, veo cómo hoy en
día siguen siendo prácticamente las mismas, si bien planteadas de modos
diferentes y desde posturas científicas más sólidamente establecidas. O al
menos, eso es lo que pensamos.
Es curioso, pero siempre han
existido referencias intangibles y no científicas, que han sido suficientes
para que la mayoría de las personas concediesen credibilidad total a todo
cuanto se le dijese en su nombre. Y eso ocurrió, ocurre y ocurrirá. Claro que
los referentes han ido cambiando.
En la Grecia clásica, sus
referentes eran los mitos con los que construyeron todo un sistema explicativo
de las cosas naturales. El viento aparecía siempre que el dios Eolo soplaba, la
tormenta surgía cuando Zeus se enfadaba con los mortales y, en tales ocasiones,
lanzaba sobre la tierra su ira en forma de rayos. A veces, pasada la tempestad,
enviaba a su mensajero, Ares, a pactar con los hombres y el enviado bajaba a la
tierra utilizando para ello un arco que se ponía a modo de pasarela entre el
cielo y la tierra, el arco Iris. Según los mismos mitos, los meses de invierno,
sin flores en los campos, eran aquellos en los que Perséfone se iba al fondo
marino a estar con Poseidón mientras su apenada madre, Démeter, descuidaba su
ocupación de jardinera que embellecía los campos. Luego, la hija regresaría en
abril, la jardinera se alegraría retomando su oficio, y los campos volverían a
lucir sus flores.
Naturalmente, hoy existen
explicaciones científicas para todos esos fenómenos. Sabemos los componentes
atmosféricos que, cuando están juntos, determinan que se desencadenen
tormentas, lo mismo que sabemos las circunstancias en las que se forma el arco
iris o qué factores son los desencadenantes de los bioritmos en los vegetales
que hacen que en invierno casi no haya flores y que en el mes de abril las haya
en gran profusión. Pero puede ser que para quienes no disponen de muchos
conocimientos, las explicaciones míticas resulten más atractivas que las
científicas, tal vez demasiado frías. O puede ser que el mito atraiga más que
la verdad comprobada.
III
Después de la época clásica y de sus
correspondientes mitos, apareció el tiempo en que la verdad revelada, contenida
en la Biblia ,
constituyó todo referente de interpretación de la naturaleza. Ocurrió desde la Roma de Constantino en
adelante. En aquellos tiempos, decir de algún concepto que tenía su base en los
libros sagrados, era consagrarlo como incuestionable. A lo largo de la Edad Media y, más
intensamente, en el Renacimiento, se llegó al conocimiento de hechos
científicos que estaban en desacuerdo con postulados bíblicos. Fue cuando tomó
cuerpo la teología natural entre los científicos e investigadores del momento.
Según ella, Dios se manifestaba a través de cuanto dijera de sí mismo, en la Biblia , y a través de su
obra, la naturaleza. Entre ambas manifestaciones no podía existir contradicción
alguna y, si acaso aparecía, el error estaba en nuestra forma de interpretarlas.
IV
El científico del Renacimiento no
quería abandonar la idea de Dios. Es más, los sistemas filosóficos que fueron
apareciendo tenían un apartado muy concreto para explicar su existencia y cómo
era posible llegar a su conocimiento utilizando el raciocinio. Indudablemente,
conforme fueron descubriéndose las leyes que regulaban los procesos físicos y
mecánicos de los objetos, fueron apareciendo teorías acerca del modo en que
Dios los regulaba y as¡, mientras para unos científicos Dios estaba en todo
momento detrás de todos y de cada uno de los procesos, para otros hombres de
ciencia resultaba más sabio y poderoso un Dios que en el mismo acto de la
creación hubiese promulgado las leyes por las que se regirían los cuerpos, de
la misma manera que un rey promulgaría sus leyes en su reino. Una vez hecho
esto, Dios habría dejado de mantener un cuidado constante del Universo, pues
para eso estaban actuando sus leyes que, como reflejo de su sabiduría, eran
perfectas. Buscar esas leyes era buscar la acción creadora, la sabiduría y el
poder de Dios.
V
De todas formas, muchas veces me
pregunto si nuestras explicaciones actuales, si las interpretaciones que
cotidianamente manejamos como armas conceptuales en nuestros enjuiciamientos,
son correctos en todos los sentidos. Naturalmente, la respuesta que me doy a m¡
mismo es negativa por muchas razones. Por una parte, hemos de suponer que es
mucho más lo desconocido que lo que conocemos. En este sentido, nuestras
interpretaciones, al no disponer de todos los datos precisos para hacerlas
correctamente, serán necesariamente incompletas, y quiero indicar que, a veces,
incompletas suele ser sinónimo de erróneas. Hay procesos en los que está clara
nuestra total o parcial ignorancia de algunos detalles de los mismos. Lo malo
es cuando creemos disponer de todos los datos para alcanzar una interpretación
correcta y estamos equivocados.
Por otra parte, a veces actuamos
como si nuestra interpretación de los datos previos fuese la única correcta,
pudiendo ocurrir que no sea así. Por eso no está mal una postura de
escepticismo con relación al cuerpo de conocimientos que utilizamos como
herramientas para seguir incrementándolo. Más bien es una postura recomendable,
y tal vez la única.
VI
En el Renacimiento se pensaba que
los seres vivos estaban formados por combinaciones diversas de los cuatro
elementos, agua, aire, tierra y fuego. Unos de mayor importancia y rango que
otros, pues fuego era mejor que aire y tierra mejor que agua. Había dudas
serias, por ejemplo, dónde se encontraba el fuego que calentaba la sangre de
mamíferos y aves. Por otra parte, los elementos estaban presentes en diferentes
proporciones en cada grupo de seres, pues estaba claro que los felinos eran
mezcla de fuego y aire, de ahí su capacidad de saltar con tanta efectividad (efecto
de su componente de aire) y de herir como hieren (su fuego).
Los cuatro elementos por separado no
originaban vida. De hecho, la muerte correspondía a la separación del aire
seguida del apagarse del fuego. Luego vendría la pérdida del agua y finalmente
quedaría el polvo, la tierra. Como el paso de lo vivo a lo inerte era así de
simple, realmente era muy imprecisa la separación entre uno y otro estado y la
generación espontánea estaba generalmente admitida entre los hombre de ciencia
como un sencillo paso entre vivo e inerte. No había una separación neta entre
una y otra forma de la materia, creyéndose que, por ejemplo, la podredumbre
engendraba vida. Por si fuera poco, en la Biblia aparecían casos de generación espontánea.
VII
Fue en el siglo XVI cuando,
comenzando por Redi y Spallanzani, se pusieron las bases de nuestro
conocimiento actual sobre los seres vivos. Estos científicos demostraron que,
al menos en los casos que ellos estudiaron, no había generación espontánea y la
podredumbre no generaba gusanos. No sería hasta el siglo XIX cuando Pasteur
demostraría que tampoco había generación espontánea en bacterias. De este modo,
los seres vivos aparecían como poseedores de una actividad, la vida, que no se
producía en condiciones actuales y que sólo se podía recibir de otros seres
vivos. Esto se resumió en varios aforismos, como omnis vivo ex vivo (todo ser vivo procede de otro ser vivo) o La
vida no se crea, solamente se transmite. Estas sentencias resumían, con no poca
carga didáctica, años de trabajos y enfrentamientos científicos y querían
representar las bases conceptuales de una nueva ciencia que se iba construyendo
al estudiar los seres vivos de manera rigurosa.
VIII
Fue preciso llegar a un mundo de
madurez de ideas para que algunas cuestiones pudiesen ser planteadas con cierta
precisión. Después del siglo XVIII, y los trabajos de los grandes estudiosos de
la naturaleza, como es el caso de Bufón y su Historia Natural, donde ya apunta
la posibilidad del origen de las especies a través de procesos evolutivos, el
siglo XIX se caracterizó por el rigor en los planteamientos y la emergencia de
una serie de conocimientos que son aplicables a todos los seres vivos. Comienza
la existencia de la biología como hoy la conocemos. Las preguntas de siempre,
las que han acompañado al hombre desde Aristóteles y han servido de estímulo a
la mayoría de los estudios de fondo, comienzan a ser respondidas, se asientan
los fundamentos de lo que empieza a ser una biología moderna, cada vez más y más
alejada de los antiguos mitos explicativos.
Del Siglo XIX es la teoría
celular, la comprensión de los procesos hereditarios y los de división celular,
el conocimiento de los principios inmediatos, la síntesis de la urea y, por
tanto, el comienzo de la desaparición del vitalismo como supuesta doctrina, el
destierro de las ideas acerca de la generación espontánea, la idea de la
evolución causada por selección natural y, en suma, la misma palabra biología.
También es en este siglo cuando
los científicos dejan de hablar de Dios en sus escritos, de modo que ya no es
posible deducir, a través de ellos, el credo de sus autores. Para muchos, Dios
había sido el referente conceptual para explicar lo inexplicable. De nuevo, la
escuela de filósofos atenienses ocupaba un lugar en el mundo del conocimiento,
para intentar explicar los procesos mediante causas naturales y, cuando no se
dispusiese de explicación natural, la pregunta quedaba ahora planteada en
espera de su respuesta adecuada, pero ya sin volver a mitos ni a referencias no
científicas como hipótesis explicativas.